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Publicada en diario "Clarín", Suplemento Cultural, Buenos Aires, 17 de Enero de 1999

A 10 AÑOS DE LA MUERTE DE ZITARROSA


Ardiente silencio


La vida, la muerte y el amor nutrieron la vigorosa producción del recordado juglar uruguayo, que alternó el arte con la militancia. Alguna vez, además, soñó con probar su expresión en la literatura.

 


Sibila Camps

Un velorio en una casilla por una bala perdida. Una manifestación por otro albañil que perdió el andamio para siempre. Micrófonos y grabadores apuntan a la viuda, a la madre huérfana del hijo. Y usted, para conversar,/ hubiera querido estudiar./ Cierto que quiso querer/ pero no pudo poder./ Doña Soledad... hay que trabajar... No me vaya a aflojar...

Una marcha del silencio por un asesinato impune. Las Abuelas de Plaza de Mayo insisten en los tribunales. El candombe del recuerdo/ le pone un ritmo lerdo al destino/ y lo convierte en un camino.

A diez años de la muerte de Zitarrosa, las generaciones que tuvimos la oportunidad de conocer sus canciones –antes de que la globalización lograra lo que no pudieron las dictaduras militares–, seguimos usándolas. Nos calzan como pocas de las nuevas. Sería un signo de esperanza si pudiéramos achacárselo a la nostalgia.

Van tirando de un carro, puro pellejo,/ un perro, un gurisito y un gringo viejo./ Los tres van caminando, llenos de tierra./ Y los tres van diciendo: ¡­Qué vida perra! Los personajes del Gato del perro pueden andar por las picadas polvorientas del monte formoseño, o por esas cuestas de la Puna que cortan el aliento a los motores, o por las calles marginales del Gran Buenos Aires o del Gran Montevideo. Por cualquiera de los caminos por donde andamos haciendo notas sobre lo que le pasa a la gente. Ritmos de chamarrita o polca, zamba o gato, triunfo, milonga y candombe. Lo rural y lo urbano, como su Santa Lucía natal, y a la medida del paisito.

Zitarrosa habría dicho “lo que le pasa al pueblo”, antes de que el neoliberalismo se anotara otra victoria semántica. ¡­Qué duros tiempos!/ El ángel ha muerto,/ los barcos dejaron el puerto./ Tiempo de amar, de dudar,/ de pensar y luchar, de vivir sin pasado. ¿Erosiones de la conciencia?

El candombe del olvido,/ tal vez si yo le pido un recuerdo,/ me devuelva lo perdido. Y el recuerdo es simplemente escucharlo escribir y cantar. Despeinar la formalidad del traje y el pelo engominado, y poner en fila sus rimas asimétricas. Desenredar las rimas internas. Reencontrar el sentido de su fraseo, comas y puntos suspensivos expresados desde el significado de cada palabra, ganancias intransferibles de sus tiempos de locutor.

Entonces aparecen los temas, mucho más profundos de lo que solían encasillarlo los reportajes. “Los temas del arte son los que nos conciernen al común. Básicamente son tres: la vida, la muerte y el amor. Cada uno de ellos trae engarzada una enorme cantidad de otros temas”, sintetizaba el 8 de julio de 1988, en un encuentro que resultó demasiado transparente como para ser publicado.

“El amor, desde el punto de vista que se quiera mirar: desde el amor de pareja hasta el amor por un perro, un libro, un árbol, la humanidad en general”, continuaba. Diez años y medio después de esa charla, sirve como mapa de ruta. Emergen los pájaros: Dulce Juanita, la Milonga de los horneros, Milonga pájaro. A veces se trenzan con la muerte; otras, con la libertad. En el fondo, siempre con el amor.

Precisamente Sobre pájaros y almas, su disco póstumo, es parte del autorretrato: dos relatos en su propia voz, de los que se desprenden canciones. El primero, Pájaro rival, quiso incluirlo en Por si el recuerdo, doce cuentos que se animó a editar en 1988. Allí también están Los vuelos y y el dolido Tente-en-el-aire, donde la fragilidad de una pareja de colibríes demuestra más fuerza que un amor roto. El suyo propio.

Sacar porcentajes sorprendería: buena parte de lo que grabó fueron canciones de amor. La mayoría son suyas, en contraste con la temática testimonial, donde sí creyó necesitar palabras ajenas. Chau, negra, me voy sin rencor./ Tu amor se parece demasiado/ al temor de no ser amada. Le hizo falta escribirlas, y parecen cicatrices de chicotazos en el corazón. En los últimos cuentos, todavía está en carne viva.

En los últimos poemas y en las letras que quedaron sin musicalizar ya estaba de nuevo en carne viva. Casi tanto como cuando sangró Guitarra negra, pero en los rincones. En otros encuentros leyó varios. Condensados, duros, crudos, serían crueles de no haber reventado desde la sinceridad. A algunos los usaba como epílogo de confidencias. Otros, como respuesta.

Llevaba unos años desexiliándose, y le había preguntado si el privilegio de cantar no comenzaba a pesarle. “Es una carga grande, por momentos excesiva. Cuando volví al Uruguay, después de ocho años, había unas cien mil personas esperándome. ¿Quién soy yo para eso? Sentí que era abrumador. ¿Con qué respondía a esa demanda –si es que se puede llamar así–, a ese homenaje de nuestra gente? ¿Con qué podía responderle?: ¿con una canción? ¿cantada con diez guitarras? ¿con qué?”

“Es una responsabilidad. Me pesa, pero lo asumo con orgullo y alegría... hasta donde los años van indicando que es hora de llamarse a silencio. De seguir dando de sí mismo lo mejor, tal vez en otro terreno; la literatura... si tuviera esa capacidad”. Escribía febrilmente, en los intensos desvelos que el whisky no lograba apagar. O grababa pilas de casetes: reflexiones, ideas para cuentos, recuerdos que giraban como trompos. ¿Dónde estarán los zapatos aquellos/ que tuve, y anduve con ellos?/ ¿Dónde estarán mi cuchillo y mi honda?/ El muchacho que fui, que responda. No había vuelto a cantar el Candombe del olvido, pero seguía haciéndose las mismas preguntas sobre una infancia borrosa y borroneada, de la que inventaba borradores que nunca le dieron alivio.

Sobre el escenario, acomodaba su cancionero como frente a un espejo. “Es como decir: Vean, yo también existo, y estoy de acuerdo con ustedes. O estoy en desacuerdo con tales cosas, y creo que el camino es éste. Pero soy parte de ustedes y me han pasado las mismas cosas.Y se pueden decir –se abría–. ¿Por qué avergonzarse de ser alcohólico, por ejemplo, o de ser hijo natural, o de tener una pierna más corta que la otra, o de haber nacido en el asilo? ¿Por qué avergonzarse, si son cosas que nos conciernen a todos? O de haber sido traicionado por una mujer (o por un hombre, en el caso de la mujer). A mí también me pasa. Y decirlo es útil a los demás, y mucho más si llega bajo una forma del arte”.

Aquella vez no se dio cuenta de que el grabador volvía a la cartera. Hubo nuevas charlas, pero no más intentos de reportaje. Hasta que, hace diez años, quedaron las canciones y los cuentos. Vuelve a amar y no se cansa,/ la vida no le alcanza,/ la muerte es una ingenua adivinanza.