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Buenos Aires, 03 de abril de 2014

La Plata: los muertos que el agua no tapó

Sibila Camps

Foto NotaCuando ocurre un desastre de dimensiones extendidas, de inmediato surgen los mitos, muy similares en cualquier lugar del mundo. Si hubo culpa o incidencia humana, el más frecuente es “Hay más muertos que los que dicen. Las autoridades están ocultando el número real”. Ocurrió en la inundación de La Plata, hace un año. Pero en este caso, el juez en lo contencioso administrativo Luis Federico Arias, si bien no tenía la posibilidad de investigar las responsabilidades individuales y/o institucionales por ser materia penal, hizo un buen uso de su fuero y se tomó el trabajo de indagar a fondo.

Arias se respaldó en el derecho de acceso a la información pública, en tanto implica una “necesaria transparencia de los actos estatales”. En esa línea, y desde una perspectiva de derechos humanos, planteó el derecho a la verdad como forma de reparación. Decidido a hacer su aporte posible desde su lugar en el mundo, se apoyó en la presentación de un recurso de habeas data para resolverlo en forma colectiva, y condujo una pesquisa exhaustiva en todas las instituciones públicas y privadas donde podía chequear y averiguar el verdadero número de víctimas fatales.

El juez y su equipo se toparon con decenas y decenas de impedimentos, incluida la coincidente falta de respuestas a sus pedidos de información, por parte de dependencias del Ministerio de Justicia y Seguridad bonaerense. El principal obstáculo fue descubrir que los organismos que integran el sistema de registro de defunciones de la provincia de Buenos Aires “funcionan” en un desorden descomunal. El epicentro de la maraña, la Morgue Judicial de La Plata, donde encontraron todas las irregularidades imaginables, cometidas tanto por médicos forenses, como por empleados y empleadas. En realidad, les costó bastante hallarlas, ya que les prohibieron el ingreso. Sí, se lo prohibieron al propio juez, quien llevaba en mano la correspondiente orden judicial. Arias lo denunció ante la Fiscalía de turno, y este lunes 31 de marzo ordenó el cierre temporario, hasta que pueda establecer qué pasó, y dicte la sentencia correspondiente.

Sin entrar en ejemplos que resultarían morbosos, el más serio –vinculado con el desastre de hace un año– fue el no realizar autopsias a la mayoría de los cuerpos ingresados el 2 de abril y los días subsiguientes, sino meros reconocimientos visuales. Ya fuera por falta de personal, por tener disponible una sola de las dos salas para autopsias, por estar desbordados, por comodidad, por desidia o por simple inercia, revisaron los cuerpos de decenas de quienes habían sido personas, constataron que no habían sido víctimas de “un acto criminal” –al menos, no con violencia visible–, las identificaron –a menudo, también de manera anómala– y los entregaron a sus familiares. En algunos casos, les observaron que no podían cremarlos; otras veces, ni siquiera se acordaron de decírselo.

El no hacer autopsias en estos casos, sumado a certificados de defunción “acomodados” para “facilitar” el retiro del cuerpo y su pronta inhumación, es una irregularidad gravísima –si no un delito (como mínimo, incumplimiento de los deberes de funcionario público)–, ya que había una investigación penal en curso, para determinar si había habido dolo o culpa en el desastre; un desastre que Arias entendía, en esa primera instancia, podría entrar en la calificación de “estrago seguido de muerte”.

Aun en medio de ese desbarajuste, el juez halló indicios y pruebas de que, además, el personal de la Morgue había recibido una orden de cerrar la cuenta de muertos en 52. Por ejemplo, los efectivos de la Policía Científica se justificaron con que el fiscal de turno, doctor Jorge Paolini, les había dicho que no hicieran autopsias, sino meros reconocimientos.

La investigación comenzó a remontar los últimos meses, los últimos días y las últimas horas de decenas de personas, a partir de testimonios de familiares, allegados y vecinos, de historias clínicas, de declaraciones de médicos, de informes ambientales en las casas donde vivían, de documentos, de respuestas entregadas por hospitales, casas de sepelios, cementerios. Sumó así 47 nombres más a la lista de víctimas fatales de la inundación. Y quedó en la incertidumbre respecto de la verdadera causa de otras 16 muertes, por no haber podido reunir la información necesaria.

La gran mayoría de las víctimas “no oficiales” eran personas ancianas –como también muchas de las “oficiales”–, y muchas tenían problemas de salud. Eso es lo que dicen sus certificados de defunción: paro cardiorrespiratorio no traumático, y una enfermedad de base; los forenses habrán pensado: “A esa edad, de algo se tenía que morir”. Pero en realidad no murieron por eso, ni menos aún rodeadas por quienes las querían bien, ni en la cama de todas sus noches. Algunas pasaron sus últimas horas aterradas ante el agua que iba dejándolas sin futuro y sin pasado. Empapadas, acalambradas, tiritando; hasta que no dieron más. Otras intentaron salir, hasta que las quebró un infarto o un ACV. A otras, una parienta o un vecino las encontró clavadas arriba de una mesa; poco después terminaron en las manos de un médico o en un hospital, y no pudieron ir más allá. Un hombre no pudo soportar el haber perdido todos sus recuerdos y, en su casa seriamente dañada, se acostó en la cama, se tapó con la colcha y se pegó un tiro.

En su búsqueda de la verdad, el juez Luis Arias se manejó con criterios propios de la gestión de riesgo, una materia en la que las autoridades platenses y las provinciales demostraron la más absoluta ignorancia y, lo que es peor, un soberbio desinterés. Se observa en varios tramos de su fallo, tanto cuando se refiere a los efectos del cambio climático en la costa rioplatense, y a la falta de políticas de mitigación en su ciudad, como al considerar que esas 47 personas fallecieron como consecuencia de la inundación. Aún cuando no hayan muerto ahogadas, ni electrocutadas, ni en los dos primeros días. Esa es la diferencia con los “sólo” 28 muertos reconocidos oficialmente en la inundación de Santa Fe de 2003; por esa razón, los damnificados necesitaron crear la palabra “secuelados”, para designar a las cerca de 150 personas que fallecieron en los días y meses subsiguientes. Ni las autoridades santafesinas ni la justicia lo han reconocido.

A un año del desastre, el listado oficial ha admitido 15 nombres más, y ahora está integrado por 67 víctimas; es decir, 22 menos que las determinadas por Arias. El juez incluyó en la causa varios testimonios de personas que dijeron haber visto cadáveres infantiles o niños ahogándose; pero si bien ordenó múltiples medidas para chequearlo, no halló ninguna constancia de que eso haya ocurrido.

A diferencia de su colega, a un año de la catástrofe, el fiscal Paolini, a cargo de la Unidad Funcional de Investigaciones Complejas N° 8, todavía no imputó a ningún funcionario municipal, provincial o nacional, por el daño que pudieran haber causado por imprevisión o mal desempeño. En línea coherente, ni las autoridades platenses ni las provinciales han presentado tampoco ningún plan de gestión de riesgo para la ciudad y localidades vecinas. Ni siquiera un plan de contingencia, es decir, para cuando vuelva a llover más de 100 milímetros en muy pocas horas; algo que, por supuesto, volverá a ocurrir, y cada vez con más frecuencia.