Publicada en diario "Clarín", Buenos Aires, 29 de Mayo de 2001

 

Ancestral festejo en Purmamarca

SIBILA CAMPS

Enviada especial a Purmamarca, Jujuy

“¡Lentejuelas y flecos nos faltan! Ya tenemos el permiso de la Comisión Municipal para hacer el baile. Para el locro traé tocino y chorizo; la carne la compramos nosotros en Volcán. ¡Pero no te olvides de los flecos y las lentejuelas!”.

Desde la oficina de teléfonos de Purmamarca, el presidente de los Changa Changa, la comparsa local, ultimaba los detalles para el baile del desentierro del carnaval. En el salón municipal, una maestra repasaba un puñado de coplas con los changuitos del pueblo, en homenaje al famoso Cerro de los Siete Colores.

Preparando el carnaval

Al día siguiente, desde la plaza, la cronista espera un micro de horarios ambiguos. Pocos transportes recorren los tres kilómetros desde la ruta para entrar a este pañuelito manso que, a diez kilómetros a la redonda, apenas suma los 350 habitantes.

Casi todos están en la plaza, ombligo del pueblo. Faltan los que fueron invitados a una señalada de ovejas en el campo, y los más viejos, ya cansados de trepar cerros.

El salón municipal se traga a los jóvenes purmamarqueños, que se aprestan a desenterrar el diablito del carnaval. Bajo los árboles, los changos empiezan la guerra de agua. Los más atrevidos se acercan a la puerta de la Municipalidad y descargan las bombitas contra las chicas que asoman la nariz.

Los pueblos de la quebrada de Humahuaca, pacientes de tanto ver pasar años lentos, tras haber aguardado doce meses respetan la puntualidad de los desentierros. Todavía en silencio, los Changa Changa van rumbeando para los cerros, cargando el cajón de vino, las vasijas de chicha, las bolsas con talco, papel picado y serpentinas. Llevan las plantas de maíz para ofrendar a la Pachamama –la Madre Tierra–, los ramitos de albahaca, el paquete de claveles.

Rumbo al desentierro

En la plaza, la cronista sigue esperando uno, dos micros que tendrían que haber entrado hace tiempo. Purmamarca se ha quedado vacío. En la oficina de la Policía, la puerta está sellada con un cartel: “Personal de recorrido”. Sobre un banco dormita una vieja, enroscada en su bastón.

Un casal de urpilitas, pequeñas torcazas de los cerros, picotea restos de galletitas. De las calles breves emerge algún rezagado, que interrumpe su andar cansino al enterarse de que “la gente ya salió pa’l desentierro”.

Piedra libre a la alegría

Después de una hora morosa, el redoblante anuncia la bajada de la comparsa. A los pocos minutos va llegando el sonido del bombo. Al rato, el graznido de las tarkas. Por la esquina asoma la bermeja cola del diablo de la comparsa; trofeo de la estación, sacude en sus firuletes al diablito de trapo. Los rostros pardos llevan caricias de harina y lunares de lápiz de labios.

Cada esquina concerta un remolino de zapatillas traviesas y gordas lentejuelas espaciadas. Los Changa Changa siguen el acordeón, anudando y destejiendo la ronda alrededor de la fuente que desborda desde su nacimiento. Entre los canteros van quedando semillitas de papel picado y bucles de serpentina.

El sol de mediodía tironea entre las piedras. En algún patio se impacienta el locro. El pueblo se filtra por la siesta, a cambio del acordeón que se desparrama por las calles polvorientas. En la plaza incompleta, la cronista se pregunta por uno, dos, tres micros que se han olvidado de Purmamarca.

 

Publicada en diario Clarín, Buenos Aires, 12 de Febrero de 1986

 

Comparsas de los kollas

SIBILA CAMPS

Enviada especial a Maimará, Jujuy

Ningún afán comercial mueve a los habitantes de la quebrada de Humahuaca cuando subdividen sus pueblos en varias comparsas. Florcitas de pocos días, se arman para un carnaval y mantienen ocupadas a varias familias durante uno o dos meses. En ocasiones, los vínculos son lo suficientemente fuertes como para transformarlas en verdaderas instituciones vecinales, sin cuya participación se marchita cualquier fiesta, sin cuya adhesión no progresa ninguna iniciativa comunal.

Algunas se han hecho célebres, como Los Solteros y La Juventud Alegre, de Humahuaca. Otras son tan nuevas y humildes –como Flor de Airampo, de Maimará–, que ni siquiera tienen diablito para desenterrar. Como las murgas rioplatenses, cada una tiene su música. Si la comparsa es rica, la desparrama una banda de siete, ocho, nueve anatas o tarkas, la ancha flauta de pico, de madera tallada y sonido chúcaro y desconcertado. Vaya a saberse desde qué cerro han aprendido a volar: están sueltas desde siempre, hasta que un puñado de amigos decide convertirlas en mascotas sonoras.

Disfraces de pobre

Pasadas las fiestas de fin de año, plegados los villancicos, las comparsas empiezan a programar su visión del carnaval. Se afiatan en fiestas patronales, en el Encuentro de Comadres de Uquía, en el Enero Tilcareño, en el Festival de la Chicha y de la Copla. Dejan madurar la chicha de maní, grasosa y pulsona; almacenan paquetes de talco, papel picado y serpentinas. Hacen los trámites para obtener el permiso de la Comisión Municipal de varios pueblos cercanos y organizar bailes en sus salones de usos múltiples. En pagana bendición, chayan el mojón donde han enterrado el diablito.

Y preparan sus disfraces. Los trajes de los diablos son los más complicados… si es que hay género como para confeccionarlos íntegramente en rojo; si no, basta con una cola rellena con vellones de oveja y cosida a los pantalones de todos los días, y con una máscara de las diabladas bolivianas.

Los disfrazados, en cambio, se conforman con menos. Una media en la cabeza con bigotes de barbas de choclo y un vidrio de anteojo a modo de parche pirata; una écuyère con vestido de arpillera y bordado en lana; una odalisca con lentejuelas de segunda mano, espejitos de cotillón y antifaz casero con flecos rescatados de una vieja colcha.

Remolinos esquineros

Llegan precedidas por un revuelo de changuitos de chuzas empapadas, envueltas en el sonsonete de un saxo desafinado, un acordeón que cada vez se salta más compases, un redoblante y un bombo que persisten por inercia. Integran en su saltarina ronda esquinera a los turistas, y a su paso dejan un ramillete de cabezas canosas.

En los pueblos más grandes, como Tilcara, el talco es apuntalado por los pomos de témpera, y ningún menor de 20 años se salva de los cachetazos embadurnados. Si el pueblito es más chico, se acercan y, con un “permisito, señor, permisito, señorita”, levantan el sombrero y lo bajan sobre un puñado de papel picado, y dejan las mejillas con estelas blancas.

Martes de carnaval

Las comparsas reviven al caer la noche, y los saxos se entonan durante los bailes en los fortines, que no es posible abandonar hasta determinada hora… o hasta que el andar oscilante certifique que se ha bebido lo suficiente. Se bailan carnavalitos y taquiraris, cumbias y ritmos de origen confuso, y las rondas se van hacinando a través del cansancio.

El sol tempranero descubrió a los machados, con el sueño despatarrado en las veredas angostas. En los rostros de barro quedan surcos de talco, y lápiz de labios en los fatigados ángulos que, horas antes, se escondieron tras una temible máscara. Antes de que se agote el martes de carnaval, un acordeón desteñido volverá a enhebrar estos pedacitos de paciencia desatada, cada vez más descoloridos bajo una llovizna calma o un sol exangüe.